En 1996, Super Mario 64 cambió las reglas del juego. Literalmente. El primer gran salto de Mario al 3D no solo transformó las plataformas, también redefinió cómo se entendía la dificultad en un videojuego. Y todo gracias a una prueba inesperada y a una anécdota casi cruel.
Durante el desarrollo, Nintendo organizó una sesión de testeo con escolares para observar cómo se enfrentaban al nivel del Rey Bob-omb. Miyamoto, siempre atento a cada detalle, se colocó detrás de los niños para observar sus reacciones. Uno de ellos era su hijo. Y lo que vio le descolocó.
“Verlo intentar una y otra vez subir esa colina imposible de escalar… Como padre no podía evitar pensar: ¿este niño tiene cerebro?”
Hasta ese momento, Miyamoto junto con toda la industria partía de una premisa clara: si el jugador no avanza, el juego no es bueno. Pero ese día algo cambió. Porque los niños, tras horas sin apenas progresar, dijeron que el juego les había encantado. Querían seguir jugando.
Dificultad justa, diversión real 4ih1t
Esa idea le dio la vuelta a todo: ¿y si la diversión no dependía de superar obstáculos, sino de enfrentarse a ellos?
Desde entonces, Nintendo empezó a perfilar una filosofía de diseño que sigue vigente: dificultad ajustada, progresiva, accesible. Puedes completar Super Mario 64 con 60 estrellas, sin mucho problema. Pero si te lanzas a por las 120… la cosa cambia.
Uno de los principales culpables del incremento de dificultad fue el salto al 3D, ya que supuso una nueva barrera para toda una generación. Dominar la profundidad, el control de cámara, los saltos… era terreno totalmente nuevo para la mayoría de los jugadores. Y aunque hoy parezca absurdo, hubo un tiempo en que subir una simple colina 3D en un juego era un reto titánico.
Así que sí: Super Mario 64 no solo enseñó a los jugadores a moverse en 3D. También le enseñó a su propio creador que, a veces, fallar muchas veces y seguir sonriendo es el mejor diseño posible.


